Friday, April 8, 2016

Goeritz entre dos obras idénticas



¿Qué tienen en común Brecht, Duchamp,  Alban Berg, Gropius, Klee, Moholy, Grosz, Kandinsky, Picasso, Kafka, Mann, Wiene, Chagall? ¿Y arquitectos y artistas mexicanos como O’Gorman, Barragán, Reyes, Friedeberg, Cuevas, Escobedo o Legorreta? Pocos artistas son justificados con tanta vehemencia a partir de las referencias de las que partió y también de aquellas que desató como Mathias Goeritz (Danzig, Prusia 4 de abril 1915 – ciudad de México 4 de agosto 1990). Explicamos El Eco con El Gabinete del Doctor Caligari o con las ruinas de Mitla, y las Torres de Ciudad Satélite con las de Gimignano o con la monumentalidad de Teotihuacán.

La figura del polifacético artista parece encadenada entre los que estuvieron antes y los que llegaron después, encerrado cronológicamente como un eslabón coherente y necesario en la Historia del Arte en México. Pero la historia es enemiga del artista. En la maleta con la que llegó a México, por septiembre de 1949, cabían indistintamente el Dadá, el Expresionismo o  la Bauhaus, todas las referencias servían, pero no todo valía. Como una antología andante (antes de ejercer de artista estudió Historia del Arte) utilizó las herramientas a su alcance para responder a un único objetivo: “Mi obra (…) es fundamentalmente de preocupación ética” (1). Interés común con el resto de las vanguardias y que será radicalmente opuesto a lo que estará por llegar. Para Goeritz, y para las vanguardias, la renovación del arte es una obligación ética antes que estética, pertenecían a ese mundo que por encima de cualquier resultado formal debía aspirar a una exigencia mayor y cuyo fin último era transformar la sociedad. Objetivo que compartía en México con sus rivales artísticos de la Escuela Mexicana, el arte oficial que representaban los muralistas; de ahí que podamos intuir que las polémicas con este grupo espoleaban al alemán en sus ideas y que de esta primera confrontación surgiera alguna de sus mejores obras.

por Alberto Oderiz