¿Qué
tienen en común Brecht, Duchamp, Alban Berg, Gropius, Klee,
Moholy, Grosz, Kandinsky, Picasso, Kafka, Mann, Wiene, Chagall? ¿Y
arquitectos y artistas mexicanos como O’Gorman, Barragán, Reyes,
Friedeberg, Cuevas, Escobedo o Legorreta? Pocos artistas son
justificados con tanta vehemencia a partir de las referencias de
las que partió y también de aquellas que desató como Mathias
Goeritz (Danzig, Prusia 4 de abril 1915 – ciudad de México 4 de
agosto 1990). Explicamos El Eco con El Gabinete del Doctor Caligari o
con las ruinas de Mitla, y las Torres de Ciudad Satélite con las de
Gimignano o con la monumentalidad de Teotihuacán.
La
figura del polifacético artista parece encadenada entre los que
estuvieron antes y los que llegaron después, encerrado
cronológicamente como un eslabón coherente y necesario en la
Historia del Arte en México. Pero la historia es enemiga del
artista. En la maleta con la que llegó a México, por septiembre de
1949, cabían indistintamente el Dadá, el Expresionismo o la
Bauhaus, todas las referencias servían, pero no todo valía. Como
una antología andante (antes de ejercer de artista estudió Historia
del Arte) utilizó las herramientas a su alcance para responder a un
único objetivo: “Mi obra (…) es fundamentalmente de preocupación
ética” (1). Interés común con el resto de las vanguardias y que
será radicalmente opuesto a lo que estará por llegar. Para Goeritz,
y para las vanguardias, la renovación del arte es una obligación
ética antes que estética, pertenecían a ese mundo que por encima
de cualquier resultado formal debía aspirar a una exigencia mayor y
cuyo fin último era transformar la sociedad. Objetivo que compartía
en México con sus rivales artísticos de la Escuela Mexicana, el
arte oficial que representaban los muralistas; de ahí que podamos
intuir que las polémicas con este grupo espoleaban al alemán en sus
ideas y que de esta primera confrontación surgiera alguna de sus
mejores obras.
por
Alberto Oderiz